La educación y la cortesía abren todas las puertas. Así lo entendía el ensayista Thomas Carlyle, quien 1831 sacudió a la pacata sociedad europea con su célebre texto “Sartor resartus”, algo así como la biblia del comportamiento cívico. Puede que las costumbres hayan cambiado, pero el espíritu de aquel decimonónico catecismo de los buenos modales tal vez siga siendo necesario en esta Argentina de 2015. Sí, porque los buenos o malos modales no aparecen reflejadas en las estadísticas oficiales. Tampoco son valorados en las pruebas PISA con que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico evalúa a los estudiantes adolescentes. Y, sin embargo, es algo que nos afecta a todos de forma directa en nuestro día a día: palabras malsonantes que golpean nuestros oídos por la televisión, la radio, los mitines políticos y los actos populistas; la globalización del tuteo, que ha arrinconado a la palabra usted hasta convertirla en un arcaísmo; la concurrencia en camiseta o short a un acto solemne; y hablar guarangadas a los gritos con total naturalidad mientras se camina por la vereda son sólo algunos de los síntomas de esta suerte de anorexia educativa que nos gobierna y define. A todo ello se suma ese universo paralelo que es el mundo de las redes sociales, donde bajo la máscara de un avatar se vuelcan los improperios más soeces sin que medie por ello la virtud reparadora de la dignidad. Para nosotros, tucumanos del siglo XXI, este tipo de conductas son casi normales. Una normalidad que, en este caso, es hermana de la ordinariez.
Según la Real Academia Española, los modales son las acciones externas de cada persona, con que se hace notar y se singulariza entre las demás, y que permiten conocer su buena o mala educación. Están directamente relacionados con la urbanidad, que es hermana de la cortesanía, el comedimiento, la atención y el buen modo. Hasta la década de 1960, en la escuela primaria solían enseñarse normas de urbanidad. Además, en la mayoría de los hogares había un manual que enseñaba cómo comportarse en diferentes situaciones y lugares, desde cómo hablar a cómo vestirse. Este tipo de enseñanza era ratificada en los hogares porque la mayoría de los padres la practicaban. Luego se planteó la necesidad de reformular los planes educativos por considerarlos obsoletos y anacrónicos, por lo que estas “antigüedades” pasaron a retiro, tal vez porque era necesario adaptarse a un nuevo mundo cada vez más cambiante y había normas que habían caído en desuso. De ese modo, lo que se consideraba incorrecto comenzó a ser mejor visto, lo que era anormal se fue transformando en normal. Desde entonces, el derrumbe fue constante. Los expertos hablan de un “asilvestramiento” de la sociedad, es decir, de una vuelta a la rusticidad de las relaciones sociales. Y, tal vez tengan razón. Décadas atrás se consideraba una falta de respeto llamar a una casa a la hora de comer. Pero ahora se llama al celular a cualquier hora, incluso a medianoche. El problema, según los sociólogos, es que ya no se come ni se cena en familia; algo grave si se tiene en cuenta que la familia es la primera instancia socializadora. La mesa es donde los niños aprenden modales, a compartir y respetar, se fijan en los mayores, cómo se tratan y hablan entre sí, es decir, es donde aprenden criterio. Si eso no se da, salen con un déficit tremendo. Tal vez por eso la falta de respeto -que es lo mismo que decir que el otro no me importa para nada- ha comenzado a percibirse en todos los niveles, desde los recintos legislativos -donde nuestros representantes deberían dar el ejemplo-, hasta las instituciones públicas, los medios de transporte y los teatros.
No se trata, por supuesto, de reivindicar los formalismos huecos o el autoritarismo de épocas pasadas, sino de rescatar del olvido aquellas normas que nos convierten en seres humanos. Hablar de manera vulgar en público, gritar en medio de un acto, cantar el himno a la manera de un simio, no saludar ni agradecer, hacer gala de un comportamiento ordinario (como lo hacen varios spots publicitarios), arrojar basura, contestar mal, no ceder el asiento en el ómnibus... pueden parecer trivialidades, pero son justamente esas trivialidades la que nos convierten en personas bien nacidas.